25 jul 2012
Monsanto invade Malvinas Argentinas
La Mañana de Córdoba (25/07/2012)
Monsanto invade Malvinas Argentinas
El título no es un juego de palabras. Describe una realidad inminente. En 1956 la empresa estadounidense Monsanto ingresó a la Argentina como productora de plásticos y en 1978 empezó sus actividades de acondicionamiento de semillas híbridas de maíz en Pergamino, provincia de Buenos Aires. Actualmente posee en nuestro país 5 plantas: dos procesadoras de semillas (Planta María Eugenia en Rojas, Planta Pergamino); una productora de herbicidas (Planta Zárate) y dos estaciones experimentales (Camet, Fontezuela). Ahora pretende instalar una tercera fábrica en la provincia de Córdoba y dos nuevas estaciones experimentales.
La sede central de Monsanto está en el barrio de Creve Coeur en Saint Louis, en el estado de Missouri (Estados Unidos). Fundada por John Francis Queen en 1901 su primer actividad de envergadura fue la venta del edulcorante artificial sacarina a la empresa Coca Cola. Desde entonces ha generado y comercializado centenares de sustancias químicas, entre ellas plaguicidas como el DDT y el Agente Naranja (un herbicida y desfoliante con partes iguales de 2,4 D y 2,4,5 T usado en Viet Nam), agregados para transformadores como los PCBs y edulcorantes como NutraSweet. Contribuyó al desarrollo de las primeras bombas atómicas a través del Proyecto Dayton y de Mound Laboratories y al desarrollo de plásticos y electrónica óptica. Ingresó al campo de la producción de semillas y fue pionera en el desarrollo de organismos genéticamente modificados, OGMs (1982). Los OGMs tienen incorporados genes que los torna resistentes a la aplicación de plaguicidas e incluso a la menor disponibilidad de lluvias.
Lamentablemente, sus conductas irresponsables han sido casi tan numerosas como sus productos. Innumerables tribunales de distintos países han condenado a Monsanto por adulteración de datos y otras malas prácticas. Recientemente el Tribunal de Gran Instancia de Lyon, en Francia, condenó a Monsanto porque su plaguicida Lasso dañó la salud de un productor. Lasso tiene alacloro como principio activo y cantidades significativas del solvente monoclorobenceno. Precisamente, las muestras biológicas tomadas al afectado confirmaron la presencia de monoclorobenceno (2012).
Sería ingenuo considerar a Monsanto como la única amenaza corporativa. Aunque maneja el 80% del mercado de las plantas transgénicas, es seguida por Aventis con el 7%, Syngenta (antes Novartis) con el 5%, Basf con el 5% y DuPont con el 3%. Estas empresas también producen el 60% de los plaguicidas vendidos en el mundo.
Facilitando la invasión
Cuatro hechos nos ayudarán a comprender el sugestivo silencio de los gobiernos de Argentina y sus funcionarios, y por qué Monsanto puede invadir Malvinas Argentinas sin mayores obstáculos.
1. El modelo de agricultura industrial o de «cadenas cortas intensas» que se generalizó en Argentina ha podido desarrollarse prácticamente sin trabas sociales porque la mayor parte de las personas viven en ciudades, donde no se perciben los desmontes, ni la expulsión de campesinos y comunidades indígenas, ni el empobrecimiento de los suelos. Las ciudades son además los lugares donde se produce la mayor parte de los insumos del modelo extractivo, desde plaguicidas hasta maquinaria agrícola.
Como era previsible, la ostensible afectación de la salud en barrios periurbanos expuestos a la contaminación por plaguicidas logró que se visibilizara uno de los aspectos más negativos de las «cadenas cortas intensas». Ni gobiernos ni corporaciones pudieron seguir tapando el sol con sus manos. Vivir cerca de cultivos de soja, algodón, maíz y muchos otras especies, transgénicas y no transgénicas podía enfermar y hasta producir la muerte a pequeñas dosis. Pero el aparato productivo privado y sus fuertes socios del Estado, principalmente Secretarías de Agricultura, siguieron ignorando mayoritariamente las evidencias científicas y el Principio de Precaución.
Durante el juicio que se sigue en Córdoba contra dos productores y un aeroaplicador, la Federación Agraria organizó un tractorazo para apoyar a los acusados y protestar contra la acción judicial (7 de julio de 2012). Uno de sus impulsores, visiblemente molesto, indicó públicamente que ellos venían aplicando plaguicidas desde hace 30-40 años sin que murieran personas por esa causa. Fue una confesión abierta. Reconoció que sólo pensaban en las dosis letales. Para ellos -y para los ingenieros agrónomos que firman recetas sanitarias- las enfermedades y las muertes por exposición a pequeñas dosis no existen. Simplemente porque ninguno de ellos conoce los modos de acción de las bajas dosis de cócteles químicos, ni sus efectos negativos sobre el desarrollo embrionario, el sistema nervioso, el sistema hormonal, el sistema inmune y demás sistemas del organismo humano. Ya no es solamente un problema de corporaciones y gobiernos, sino también de productores mal informados, universidades y carreras de formación profesional. Durante años los ingenieros agrónomos han dado indicaciones para la aplicación de plaguicidas sin tener en cuenta los residuos acumulados en campañas anteriores. Equivocadamente se operó como si los suelos de las explotaciones agrícolas, químicamente hablando, empezaran cada nuevo año en cero. Esto explica por qué al hacerse recetas fitosanitarias se sigue omitiendo la acumulación previa de clorados antiguos como DDT y recientes como endosulfán.
2. Cada plaguicida no es un principio activo solamente. Es una mezcla de principio activo con inertes, coadyuvantes y otros agregados, alguno de ellos tanto o más tóxico que el plaguicida principal. Es lo que llamamos cóctel 1. Las mezclas de fábrica contenidas en envases sin abrir también pueden sufrir cambios químicos, lo cual genera nuevas sustancias químicas extremadamente peligrosas. En los envases cerrados del plaguicida fosforado malathión se puede formar isomalathión, una sustancia 7 veces más tóxica que el plaguicida originalmente envasado. Es lo que llamamos cóctel 2. Los productores y aplicadores no suelen usar plaguicidas en forma directa, sino que efectúan mezclas y diluciones muy variables, generando así nuevos e impredecibles productos. Es lo que llamamos cóctel 3.
Finalmente, cuando esta suma de cócteles -cóctel 1 más cóctel 2 más cóctel 3- es descargada al ambiente, se generan nuevas sustancias, eventualmente más tóxicas o más persistentes o ambas. Es el cóctel 4. Del cóctel a base de glifosato deriva el AMPA y del cóctel a base de endosulfán deriva el sulfato de endosulfán.
Todas estas sustancias -no solamente un producto activo- llegan a las personas por numerosas rutas, entre ellas deriva, por partículas de suelo contaminadas que transporta el viento, por el agua y por los alimentos. ¿Cómo pueden los productores y los ingenieros agrónomos evitar que pequeñas dosis de estos cócteles lleguen a las personas, y sobre todo a los bebés y a los niños pequeños, que comparativamente a los adultos, en relación con el peso, consumen más agua, más alimentos y más aire, y tienen mayor superficie expuesta? No pueden.
Existe además ese agravante ya mencionado anteriormente que ni la Conabia ni el Senasa consideran. Los campos en que se practica la agricultura conservan residuos de plaguicidas antiguos como el DDT y el HCH, y recientes como el endosulfán, y toda nueva aplicación se suma a ese «fondo histórico». Se genera así un peligroso cóctel 5. Pero las personas expuestas, a su vez, son portadoras de plaguicidas en sus tejidos graso y sanguíneo, con lo cual todo ingreso de plaguicidas se «agrega» a los depósitos biológicos ya existentes. Es el cóctel 6. Tanto la deriva desde los campos pulverizados como la inhalación e ingesta de residuos de plaguicidas se suma a los que cada persona almacena en sus tejidos, y que le llegaron durante años con los alimentos, el aire o el agua contaminada, o que recibieron de sus madres cuando eran embriones y fetos (transferencia transplacentaria) y bebés (transferencia durante la lactancia). Dado que estas bajas dosis de residuos pueden alterar el sistema hormonal, pues muchos plaguicidas tienen actividad estrogénica, y afectar asimismo el sistema inmune, con lo cual nos volvemos menos resistentes a enfermedades virales y bacterianas, está claro que la dosis letal 50 con que se guían productores e ingenieros agrónomos resulta inadecuada, y no protege la salud de personas expuestas.
3. El modelo de agricultura industrial para exportación no sólo exporta granos y subproductos, sino también nutrientes. Los suelos, desprovistos de su cobertura y de su biodiversidad natural -ambos eliminados a fin de facilitar la siembra- carecen entonces de mecanismos físicos y biológicos suficientes para regenerar los nutrientes que extrae cada cosecha. El suelo acumula vacíos y se empobrece. Los compradores extranjeros pagan el grano que compran, pero no la pérdida de suelo, ni el agua que debió utilizarse para la producción, ni la salud perdida de las personas expuestas, ni la menor superficie con ambiente nativo que queda tras la expansión agrícola.
Para producir un kilogramo de porotos de soja, por ejemplo, la planta utiliza entre 1.500 y 2.000 litros de agua. Graciela Cordone, del Inta Castelar, sostiene que en un barco cargado con 40.000 toneladas de soja se exportan 3.576 toneladas de nutrientes, casi el 10% del total. Si la carga es de trigo, lleva 1.176 toneladas, y si se trata de maíz, 966 toneladas. Esa misma investigadora graficó la pérdida: «Necesitaríamos 300 camiones para cargar los nutrientes que se exportan en cada barco». Agregó que de cada tres unidades de nutrientes perdidas «sólo se repone una». En Argentina, únicamente se recupera mediante uso de abonos el 37% de los nutrientes que pierde el suelo. Seguir considerando que la siembra directa conserva mejor el suelo es incorrecto, pues la erosión biológica -esto es la extracción de nutrientes por una planta de cultivo- afecta no solamente la estructura del suelo sino también la disponibilidad de nutrientes. De este modo a la erosión eólica e hídrica que afecta importantes superficies cultivadas en Argentina se agrega la erosión biológica, cada vez más importante y extendida.
En cualquier país las fábricas naturales de suelo son los bosques, matorrales y pastizales nativos con sus miles de especies vivas. La agricultura se extiende sobre partes importantes de estos ecosistemas naturales después que se elimina violentamente la biodiversidad superficial mediante desmonte mecánico, fuego o sustancias químicas. De allí que sólo se conserve el suelo. Lamentablemente, la agricultura y muy especialmente la agricultura industrial, inclusive la practicada con abonos, demanda más suelo y nutrientes de los que su empobrecido sistema puede producir naturalmente. En este contexto, los suelos más ricos de la pradera pampeana pueden «resistir» mayor explotación que los suelos del Chaco semiárido, y éstos -a su vez- bastante más que los frágiles y pobres suelos rojos de la selva misionera.
Además del desfase entre la exportación y la regeneración de nutrientes principales (unos 12) también se registra en los suelos cultivados una pérdida creciente de oligonutrientes. Si el empobrecimiento de los suelos coincide con la ocurrencia de otros disturbios, como sequía, inundaciones y erosión eólica, los efectos combinados se vuelven cada vez más graves y definitivos. Los cultivos, ya de por sí vulnerables a plagas, muestran que también son vulnerables a su propia simplificación. Irónicamente, la destrucción de bosques y otros ambientes nativos, terrestres y acuáticos, termina siendo letal para la agricultura. En Argentina las futuras generaciones heredarán no sólo suelos contaminados sino también suelos pobres y desertificados.
Habida cuenta que parte de los nutrientes pueden reponerse con fertilizantes ¿dónde los obtenemos? A los fosfatos, por ejemplo, hay que comprarlos masivamente en el exterior. Uno de los mayores proveedores mundiales es Marruecos, donde su gobierno colonizó violentamente las tierras del pueblo Saharauí para explotar sin obstáculos sus enormes reservas fosfáticas. De este modo, Argentina comercia impunemente con un gobierno que sigue asesinando a niños, adolescentes y adultos del Sahara Occidental.
Cada día se extraen en las minas ocupadas del pueblo Saharauí unas 200.000 toneladas de fosfatos, parte de los cuales son compradas por nuestro país. Pese al cruel origen de esos insumos, casi no hubo voces de protesta cuando en febrero de 2011 se anunció la instalación en Argentina de la Oficina Marroquí de Fosfatos (OCP). Peor aún, esta compañía fue autorizada para crear, juntamente con su filial Maroc Phosphore, la importadora OCP de Argentina. Exportamos soja y subproductos para alimentar vacas y vehículos extranjeros, e importamos fosfatos manchados de sangre. De este modo las grandes plantaciones de soja y sus responsables no sólo provocan enfermedades y muertes silenciosas en Argentina. Al comprar fosfatos también contribuyen, indirectamente, a provocar muertes silenciosas en un país tan distante y tan próximo como Marruecos.
4. Los cultivos transgénicos no solamente implican el saqueo a veces irreversible del suelo, y la exportación de «agua virtual» y nutrientes a otros países, sino también la dramática reducción de la superficie cubierta con ambientes nativos. Solamente la soja TH cubre más de 18 millones de hectáreas que en algún momento fueron ecosistemas de alta biodiversidad. Se le deben sumar las superficies ocupadas por maíz y algodón transgénicos, cada uno de ellos en sus formas Bt, TH y Bt x TH, que totalizan más de 4,2 millones de hectáreas antes ocupadas por ambientes nativos (Campaña 2010-2011).
Es imposible tener agua, rege- neración de suelo y estabilidad ambiental sin conservar superficies importantes de ambientes nativos, terrestres y acuáticos. Lamentablemente, los gobiernos y los pools de siembra no lo entienden, o no les conviene entender. Prefieren que el país termine reventándoles en las manos a las futuras generaciones antes que reducir sus ganancias. Un bosque no tiene solamente árboles, hongos, reptiles, aves y mamíferos, sino un complejo entramado de seres vivos. En un metro cuadrado de suelo y hasta los 30 centímetros de profundidad pueden vivir unos 1.500 millones de protozoarios (microorganismos), 120 millones de nematodos (gusanos), 440.000 colémbolos (insectos), 400.000 ácaros, 2.900 ciempiés y milpiés, 500 hormigas, y muchas poblaciones de otros organismos. Cuando pasa la topadora o el fuego para plantar soja, desaparece la biodiversidad superficial. Ese ambiente «decapitado» deja de fabricar suelo y tiene muy baja capacidad para retener agua. La formación de 1 centímetro de suelo en condiciones naturales demanda de cientos a miles de años, mientras que su destrucción puede lograrse en apenas unos años o décadas. Sobre calizas duras y clima templado-frío un centímetro de suelo tarda 5.000 años en formarse. En selvas tropicales lluviosas la formación de 1 centímetro de suelo rojo (oxisol) puede demandar de 1 a 2 millones de años. ¿Alcanzamos a comprender que los ecosistemas agrícolas casi no tienen biodiversidad? ¿Y que el silencio atroz y prácticamente sin vida animal de un campo cultivado con soja anticipa silencios más dramáticos, si no aprendemos a balancear producción agropecuaria con conservación de ambientes naturales?
La estabilidad social y ambiental de un país depende primariamente de que la superficie dedicada a producción agropecuaria y sistemas urbanos, y la superficie ocupada por ambientes nativos, ocupen cada una el 50% de la superficie total aproximadamente. De este modo, es mayor la resistencia ambiental a crisis ambientales de todo tipo, desde sequías a períodos extremadamente lluviosos, fuegos e ingreso de plagas. Si por el contrario la superficie dedicada a producción crece desmesuradamente, y solo van quedando Parques Nacionales y otras áreas naturales protegidas, la vulnerabilidad se vuelve crítica. Es lo que está sucediendo en Argentina. Pero baja también su resistencia social. Al haber menos diversidad de cultivos y una desmesurada dependencia de los países compradores de soja, cada vez que alguno de ellos impone barreras o suspende las importaciones nuestro sistema económico entra en pánico. En lugar de ser un país inteligente con una buena diversidad de cultivos, y un adecuado balance entre superficie dedicada a producción y ambiente nativo (lo cual supone, es cierto, menos ganancias) optamos por el país-monocultivo y la dependencia enfermiza de los compradores externos de granos. Esta combinación entre codicia, falta de planificación agrícola e imprudencia comercial puede costarnos muy caro en un planeta cada vez más volátil e inestable, sometido además al cambio climático global. En una provincia como Córdoba, que tenía 12 millones de hectáreas de ambiente boscoso, queda menos del 5% de bosque cerrado. Si recordamos que Córdoba es una de las provincias con peor gestión ambiental de Argentina (y la primera con mayor superficie dedicada a soja transgénica), y que para el período 1998-2002 tuvo la tasa de desmonte más alta del país (-2,93%, una cifra que contrasta con la media mundial para un período comparable, -0,23%), se entiende cómo llegamos al actual estado de crisis. Las cuencas hídricas colapsan, pero las exportaciones de soja aumentan. Nuevamente las ciudades, alejadas de los lugares donde se fabrican las crisis, parecen no advertir lo que sucede. Pero los cortes en los suministros de agua durante 2011 y 2012 encendieron una luz roja que todavía sigue encendida.
Sin embargo, ¿quién habla en nombre de aquellos que perdieron y perderán su salud y su vida por bajas dosis de plaguicidas? ¿Quién habla en nombre de los campesinos expulsados de las tierras donde convivían con el bosque, ahora dedicadas a la agricultura industrial que practican terratenientes ilegales? ¿Quién habla en nombre de la diversidad productiva, reducida irracionalmente por los monocultivos de soja, algodón, maíz o arroz? ¿Quién habla en nombre de los ambientes nativos que ya no producen suelo, ni agua, ni estabilidad ambiental? ¿Quién habla en nombre de un país y de provincias destrozadas ambientalmente por malas gestiones de gobierno y por poderosos intereses corporativos? ¿Quién asume la responsabilidad por la deprimida resistencia ambiental de Argentina, la más baja de toda su historia?
La respuesta es el silencio. En Argentina ha triunfado hasta ahora el modelo de los agronegocios, no la agroecología sustentable.
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Monsanto invade Malvinas Argentinas
El título no es un juego de palabras. Describe una realidad inminente. En 1956 la empresa estadounidense Monsanto ingresó a la Argentina como productora de plásticos y en 1978 empezó sus actividades de acondicionamiento de semillas híbridas de maíz en Pergamino, provincia de Buenos Aires. Actualmente posee en nuestro país 5 plantas: dos procesadoras de semillas (Planta María Eugenia en Rojas, Planta Pergamino); una productora de herbicidas (Planta Zárate) y dos estaciones experimentales (Camet, Fontezuela). Ahora pretende instalar una tercera fábrica en la provincia de Córdoba y dos nuevas estaciones experimentales.
La sede central de Monsanto está en el barrio de Creve Coeur en Saint Louis, en el estado de Missouri (Estados Unidos). Fundada por John Francis Queen en 1901 su primer actividad de envergadura fue la venta del edulcorante artificial sacarina a la empresa Coca Cola. Desde entonces ha generado y comercializado centenares de sustancias químicas, entre ellas plaguicidas como el DDT y el Agente Naranja (un herbicida y desfoliante con partes iguales de 2,4 D y 2,4,5 T usado en Viet Nam), agregados para transformadores como los PCBs y edulcorantes como NutraSweet. Contribuyó al desarrollo de las primeras bombas atómicas a través del Proyecto Dayton y de Mound Laboratories y al desarrollo de plásticos y electrónica óptica. Ingresó al campo de la producción de semillas y fue pionera en el desarrollo de organismos genéticamente modificados, OGMs (1982). Los OGMs tienen incorporados genes que los torna resistentes a la aplicación de plaguicidas e incluso a la menor disponibilidad de lluvias.
Lamentablemente, sus conductas irresponsables han sido casi tan numerosas como sus productos. Innumerables tribunales de distintos países han condenado a Monsanto por adulteración de datos y otras malas prácticas. Recientemente el Tribunal de Gran Instancia de Lyon, en Francia, condenó a Monsanto porque su plaguicida Lasso dañó la salud de un productor. Lasso tiene alacloro como principio activo y cantidades significativas del solvente monoclorobenceno. Precisamente, las muestras biológicas tomadas al afectado confirmaron la presencia de monoclorobenceno (2012).
Sería ingenuo considerar a Monsanto como la única amenaza corporativa. Aunque maneja el 80% del mercado de las plantas transgénicas, es seguida por Aventis con el 7%, Syngenta (antes Novartis) con el 5%, Basf con el 5% y DuPont con el 3%. Estas empresas también producen el 60% de los plaguicidas vendidos en el mundo.
Facilitando la invasión
Cuatro hechos nos ayudarán a comprender el sugestivo silencio de los gobiernos de Argentina y sus funcionarios, y por qué Monsanto puede invadir Malvinas Argentinas sin mayores obstáculos.
1. El modelo de agricultura industrial o de «cadenas cortas intensas» que se generalizó en Argentina ha podido desarrollarse prácticamente sin trabas sociales porque la mayor parte de las personas viven en ciudades, donde no se perciben los desmontes, ni la expulsión de campesinos y comunidades indígenas, ni el empobrecimiento de los suelos. Las ciudades son además los lugares donde se produce la mayor parte de los insumos del modelo extractivo, desde plaguicidas hasta maquinaria agrícola.
Como era previsible, la ostensible afectación de la salud en barrios periurbanos expuestos a la contaminación por plaguicidas logró que se visibilizara uno de los aspectos más negativos de las «cadenas cortas intensas». Ni gobiernos ni corporaciones pudieron seguir tapando el sol con sus manos. Vivir cerca de cultivos de soja, algodón, maíz y muchos otras especies, transgénicas y no transgénicas podía enfermar y hasta producir la muerte a pequeñas dosis. Pero el aparato productivo privado y sus fuertes socios del Estado, principalmente Secretarías de Agricultura, siguieron ignorando mayoritariamente las evidencias científicas y el Principio de Precaución.
Durante el juicio que se sigue en Córdoba contra dos productores y un aeroaplicador, la Federación Agraria organizó un tractorazo para apoyar a los acusados y protestar contra la acción judicial (7 de julio de 2012). Uno de sus impulsores, visiblemente molesto, indicó públicamente que ellos venían aplicando plaguicidas desde hace 30-40 años sin que murieran personas por esa causa. Fue una confesión abierta. Reconoció que sólo pensaban en las dosis letales. Para ellos -y para los ingenieros agrónomos que firman recetas sanitarias- las enfermedades y las muertes por exposición a pequeñas dosis no existen. Simplemente porque ninguno de ellos conoce los modos de acción de las bajas dosis de cócteles químicos, ni sus efectos negativos sobre el desarrollo embrionario, el sistema nervioso, el sistema hormonal, el sistema inmune y demás sistemas del organismo humano. Ya no es solamente un problema de corporaciones y gobiernos, sino también de productores mal informados, universidades y carreras de formación profesional. Durante años los ingenieros agrónomos han dado indicaciones para la aplicación de plaguicidas sin tener en cuenta los residuos acumulados en campañas anteriores. Equivocadamente se operó como si los suelos de las explotaciones agrícolas, químicamente hablando, empezaran cada nuevo año en cero. Esto explica por qué al hacerse recetas fitosanitarias se sigue omitiendo la acumulación previa de clorados antiguos como DDT y recientes como endosulfán.
2. Cada plaguicida no es un principio activo solamente. Es una mezcla de principio activo con inertes, coadyuvantes y otros agregados, alguno de ellos tanto o más tóxico que el plaguicida principal. Es lo que llamamos cóctel 1. Las mezclas de fábrica contenidas en envases sin abrir también pueden sufrir cambios químicos, lo cual genera nuevas sustancias químicas extremadamente peligrosas. En los envases cerrados del plaguicida fosforado malathión se puede formar isomalathión, una sustancia 7 veces más tóxica que el plaguicida originalmente envasado. Es lo que llamamos cóctel 2. Los productores y aplicadores no suelen usar plaguicidas en forma directa, sino que efectúan mezclas y diluciones muy variables, generando así nuevos e impredecibles productos. Es lo que llamamos cóctel 3.
Finalmente, cuando esta suma de cócteles -cóctel 1 más cóctel 2 más cóctel 3- es descargada al ambiente, se generan nuevas sustancias, eventualmente más tóxicas o más persistentes o ambas. Es el cóctel 4. Del cóctel a base de glifosato deriva el AMPA y del cóctel a base de endosulfán deriva el sulfato de endosulfán.
Todas estas sustancias -no solamente un producto activo- llegan a las personas por numerosas rutas, entre ellas deriva, por partículas de suelo contaminadas que transporta el viento, por el agua y por los alimentos. ¿Cómo pueden los productores y los ingenieros agrónomos evitar que pequeñas dosis de estos cócteles lleguen a las personas, y sobre todo a los bebés y a los niños pequeños, que comparativamente a los adultos, en relación con el peso, consumen más agua, más alimentos y más aire, y tienen mayor superficie expuesta? No pueden.
Existe además ese agravante ya mencionado anteriormente que ni la Conabia ni el Senasa consideran. Los campos en que se practica la agricultura conservan residuos de plaguicidas antiguos como el DDT y el HCH, y recientes como el endosulfán, y toda nueva aplicación se suma a ese «fondo histórico». Se genera así un peligroso cóctel 5. Pero las personas expuestas, a su vez, son portadoras de plaguicidas en sus tejidos graso y sanguíneo, con lo cual todo ingreso de plaguicidas se «agrega» a los depósitos biológicos ya existentes. Es el cóctel 6. Tanto la deriva desde los campos pulverizados como la inhalación e ingesta de residuos de plaguicidas se suma a los que cada persona almacena en sus tejidos, y que le llegaron durante años con los alimentos, el aire o el agua contaminada, o que recibieron de sus madres cuando eran embriones y fetos (transferencia transplacentaria) y bebés (transferencia durante la lactancia). Dado que estas bajas dosis de residuos pueden alterar el sistema hormonal, pues muchos plaguicidas tienen actividad estrogénica, y afectar asimismo el sistema inmune, con lo cual nos volvemos menos resistentes a enfermedades virales y bacterianas, está claro que la dosis letal 50 con que se guían productores e ingenieros agrónomos resulta inadecuada, y no protege la salud de personas expuestas.
3. El modelo de agricultura industrial para exportación no sólo exporta granos y subproductos, sino también nutrientes. Los suelos, desprovistos de su cobertura y de su biodiversidad natural -ambos eliminados a fin de facilitar la siembra- carecen entonces de mecanismos físicos y biológicos suficientes para regenerar los nutrientes que extrae cada cosecha. El suelo acumula vacíos y se empobrece. Los compradores extranjeros pagan el grano que compran, pero no la pérdida de suelo, ni el agua que debió utilizarse para la producción, ni la salud perdida de las personas expuestas, ni la menor superficie con ambiente nativo que queda tras la expansión agrícola.
Para producir un kilogramo de porotos de soja, por ejemplo, la planta utiliza entre 1.500 y 2.000 litros de agua. Graciela Cordone, del Inta Castelar, sostiene que en un barco cargado con 40.000 toneladas de soja se exportan 3.576 toneladas de nutrientes, casi el 10% del total. Si la carga es de trigo, lleva 1.176 toneladas, y si se trata de maíz, 966 toneladas. Esa misma investigadora graficó la pérdida: «Necesitaríamos 300 camiones para cargar los nutrientes que se exportan en cada barco». Agregó que de cada tres unidades de nutrientes perdidas «sólo se repone una». En Argentina, únicamente se recupera mediante uso de abonos el 37% de los nutrientes que pierde el suelo. Seguir considerando que la siembra directa conserva mejor el suelo es incorrecto, pues la erosión biológica -esto es la extracción de nutrientes por una planta de cultivo- afecta no solamente la estructura del suelo sino también la disponibilidad de nutrientes. De este modo a la erosión eólica e hídrica que afecta importantes superficies cultivadas en Argentina se agrega la erosión biológica, cada vez más importante y extendida.
En cualquier país las fábricas naturales de suelo son los bosques, matorrales y pastizales nativos con sus miles de especies vivas. La agricultura se extiende sobre partes importantes de estos ecosistemas naturales después que se elimina violentamente la biodiversidad superficial mediante desmonte mecánico, fuego o sustancias químicas. De allí que sólo se conserve el suelo. Lamentablemente, la agricultura y muy especialmente la agricultura industrial, inclusive la practicada con abonos, demanda más suelo y nutrientes de los que su empobrecido sistema puede producir naturalmente. En este contexto, los suelos más ricos de la pradera pampeana pueden «resistir» mayor explotación que los suelos del Chaco semiárido, y éstos -a su vez- bastante más que los frágiles y pobres suelos rojos de la selva misionera.
Además del desfase entre la exportación y la regeneración de nutrientes principales (unos 12) también se registra en los suelos cultivados una pérdida creciente de oligonutrientes. Si el empobrecimiento de los suelos coincide con la ocurrencia de otros disturbios, como sequía, inundaciones y erosión eólica, los efectos combinados se vuelven cada vez más graves y definitivos. Los cultivos, ya de por sí vulnerables a plagas, muestran que también son vulnerables a su propia simplificación. Irónicamente, la destrucción de bosques y otros ambientes nativos, terrestres y acuáticos, termina siendo letal para la agricultura. En Argentina las futuras generaciones heredarán no sólo suelos contaminados sino también suelos pobres y desertificados.
Habida cuenta que parte de los nutrientes pueden reponerse con fertilizantes ¿dónde los obtenemos? A los fosfatos, por ejemplo, hay que comprarlos masivamente en el exterior. Uno de los mayores proveedores mundiales es Marruecos, donde su gobierno colonizó violentamente las tierras del pueblo Saharauí para explotar sin obstáculos sus enormes reservas fosfáticas. De este modo, Argentina comercia impunemente con un gobierno que sigue asesinando a niños, adolescentes y adultos del Sahara Occidental.
Cada día se extraen en las minas ocupadas del pueblo Saharauí unas 200.000 toneladas de fosfatos, parte de los cuales son compradas por nuestro país. Pese al cruel origen de esos insumos, casi no hubo voces de protesta cuando en febrero de 2011 se anunció la instalación en Argentina de la Oficina Marroquí de Fosfatos (OCP). Peor aún, esta compañía fue autorizada para crear, juntamente con su filial Maroc Phosphore, la importadora OCP de Argentina. Exportamos soja y subproductos para alimentar vacas y vehículos extranjeros, e importamos fosfatos manchados de sangre. De este modo las grandes plantaciones de soja y sus responsables no sólo provocan enfermedades y muertes silenciosas en Argentina. Al comprar fosfatos también contribuyen, indirectamente, a provocar muertes silenciosas en un país tan distante y tan próximo como Marruecos.
4. Los cultivos transgénicos no solamente implican el saqueo a veces irreversible del suelo, y la exportación de «agua virtual» y nutrientes a otros países, sino también la dramática reducción de la superficie cubierta con ambientes nativos. Solamente la soja TH cubre más de 18 millones de hectáreas que en algún momento fueron ecosistemas de alta biodiversidad. Se le deben sumar las superficies ocupadas por maíz y algodón transgénicos, cada uno de ellos en sus formas Bt, TH y Bt x TH, que totalizan más de 4,2 millones de hectáreas antes ocupadas por ambientes nativos (Campaña 2010-2011).
Es imposible tener agua, rege- neración de suelo y estabilidad ambiental sin conservar superficies importantes de ambientes nativos, terrestres y acuáticos. Lamentablemente, los gobiernos y los pools de siembra no lo entienden, o no les conviene entender. Prefieren que el país termine reventándoles en las manos a las futuras generaciones antes que reducir sus ganancias. Un bosque no tiene solamente árboles, hongos, reptiles, aves y mamíferos, sino un complejo entramado de seres vivos. En un metro cuadrado de suelo y hasta los 30 centímetros de profundidad pueden vivir unos 1.500 millones de protozoarios (microorganismos), 120 millones de nematodos (gusanos), 440.000 colémbolos (insectos), 400.000 ácaros, 2.900 ciempiés y milpiés, 500 hormigas, y muchas poblaciones de otros organismos. Cuando pasa la topadora o el fuego para plantar soja, desaparece la biodiversidad superficial. Ese ambiente «decapitado» deja de fabricar suelo y tiene muy baja capacidad para retener agua. La formación de 1 centímetro de suelo en condiciones naturales demanda de cientos a miles de años, mientras que su destrucción puede lograrse en apenas unos años o décadas. Sobre calizas duras y clima templado-frío un centímetro de suelo tarda 5.000 años en formarse. En selvas tropicales lluviosas la formación de 1 centímetro de suelo rojo (oxisol) puede demandar de 1 a 2 millones de años. ¿Alcanzamos a comprender que los ecosistemas agrícolas casi no tienen biodiversidad? ¿Y que el silencio atroz y prácticamente sin vida animal de un campo cultivado con soja anticipa silencios más dramáticos, si no aprendemos a balancear producción agropecuaria con conservación de ambientes naturales?
La estabilidad social y ambiental de un país depende primariamente de que la superficie dedicada a producción agropecuaria y sistemas urbanos, y la superficie ocupada por ambientes nativos, ocupen cada una el 50% de la superficie total aproximadamente. De este modo, es mayor la resistencia ambiental a crisis ambientales de todo tipo, desde sequías a períodos extremadamente lluviosos, fuegos e ingreso de plagas. Si por el contrario la superficie dedicada a producción crece desmesuradamente, y solo van quedando Parques Nacionales y otras áreas naturales protegidas, la vulnerabilidad se vuelve crítica. Es lo que está sucediendo en Argentina. Pero baja también su resistencia social. Al haber menos diversidad de cultivos y una desmesurada dependencia de los países compradores de soja, cada vez que alguno de ellos impone barreras o suspende las importaciones nuestro sistema económico entra en pánico. En lugar de ser un país inteligente con una buena diversidad de cultivos, y un adecuado balance entre superficie dedicada a producción y ambiente nativo (lo cual supone, es cierto, menos ganancias) optamos por el país-monocultivo y la dependencia enfermiza de los compradores externos de granos. Esta combinación entre codicia, falta de planificación agrícola e imprudencia comercial puede costarnos muy caro en un planeta cada vez más volátil e inestable, sometido además al cambio climático global. En una provincia como Córdoba, que tenía 12 millones de hectáreas de ambiente boscoso, queda menos del 5% de bosque cerrado. Si recordamos que Córdoba es una de las provincias con peor gestión ambiental de Argentina (y la primera con mayor superficie dedicada a soja transgénica), y que para el período 1998-2002 tuvo la tasa de desmonte más alta del país (-2,93%, una cifra que contrasta con la media mundial para un período comparable, -0,23%), se entiende cómo llegamos al actual estado de crisis. Las cuencas hídricas colapsan, pero las exportaciones de soja aumentan. Nuevamente las ciudades, alejadas de los lugares donde se fabrican las crisis, parecen no advertir lo que sucede. Pero los cortes en los suministros de agua durante 2011 y 2012 encendieron una luz roja que todavía sigue encendida.
Sin embargo, ¿quién habla en nombre de aquellos que perdieron y perderán su salud y su vida por bajas dosis de plaguicidas? ¿Quién habla en nombre de los campesinos expulsados de las tierras donde convivían con el bosque, ahora dedicadas a la agricultura industrial que practican terratenientes ilegales? ¿Quién habla en nombre de la diversidad productiva, reducida irracionalmente por los monocultivos de soja, algodón, maíz o arroz? ¿Quién habla en nombre de los ambientes nativos que ya no producen suelo, ni agua, ni estabilidad ambiental? ¿Quién habla en nombre de un país y de provincias destrozadas ambientalmente por malas gestiones de gobierno y por poderosos intereses corporativos? ¿Quién asume la responsabilidad por la deprimida resistencia ambiental de Argentina, la más baja de toda su historia?
La respuesta es el silencio. En Argentina ha triunfado hasta ahora el modelo de los agronegocios, no la agroecología sustentable.
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