18 feb 2009

Tartagal y la ley de bosques

La Voz del Interior (18/02/2009)
Tartagal y la ley de bosques

La tragedia provocada por un alud en Tartagal precipitó la reglamentación de la ley nacional de bosques, que debe ser aplicada con equilibrio, preservando la actividad productiva pero limitando su impacto ambiental.
A partir de comprobaciones científicas inapelables respecto del calentamiento global, del daño que las emanaciones de monóxido de carbono producen en la capa de ozono y de manifestaciones concretas de desequilibrios climáticos de efectos a veces devastadores, ya nadie discute la necesidad de tomar medidas para preservar el medio ambiente. Sin embargo, a la hora de establecer límites al dominio del hombre sobre la naturaleza y a su accionar contaminante, esta verdad comienza a relativizarse y los buenos propósitos, a fracasar.
Allí están, sin ir más lejos, las serias dificultades que afronta la aplicación del Protocolo de Kioto, por la renuencia sistemática de los países desarrollados a aceptar las restricciones que impondría un aprovechamiento de los recursos que no pusiera en peligro la existencia misma de la vida en el planeta.
Esta contradicción tuvo un reflejo dramático en nuestro país a raíz de un alud que volvió a caer sobre la ciudad salteña de Tartagal, con graves consecuencias para la vida y los bienes de sus habitantes.
Mientras organizaciones ecologistas como Greenpeace responsabilizaron al desmonte del bosque nativo realizado en la zona para expandir la frontera agrícola, productores rurales aclararon que su actividad se desarrolla en la llanura, aguas abajo de la zona de desastre.
La presidenta de la Nación recorrió la región en persona y atribuyó la tragedia a "la pobreza estructural". Pero al día siguiente, el Gobierno nacional abandonó la ambigua y morosa actitud que había tenido frente al tema –demoró más de 14 meses en tomar una decisión– y reglamentó y promulgó la ley nacional de bosques, que regula la talas y los desmontes y protege el bosque nativo.
La decisión puede incidir en forma directa en Córdoba, donde la Comisión de Ordenamiento Territorial del Bosque Nativo viene reclamando de manera pública y sostenida un mayor respaldo del Gobierno provincial para desarrollar su tarea.
La comisión debe proponer una forma de ordenar el territorio cordobés para preservar el bosque nativo, según los lineamientos de la ley ahora reglamentada. Es decir, tiene que "marcar" zonas verdes, rojas y amarillas en el mapa provincial, para determinar los grados y las modalidades de explotación en cada una de ellas. El informe debería servir de base para que la Legislatura provincial dicte una ley de ordenamiento territorial.
En los papeles, el procedimiento parece irreprochable. ¿Quién puede cuestionar la necesidad de preservar lo poco que queda de bosque autóctono, generador de ecosistemas equilibrados que actúan neutralizando la contaminación ambiental? Por lo demás, son conocidos y comprobados los efectos nocivos que produce la tala indiscriminada.
El problema existe y hay que enfrentarlo como tal, sin exageraciones ni fundamentalismos, pero con decisión y firmeza. Esto es precisamente lo que está faltando en el caso que nos ocupa.
Por un lado, las entidades del agro se quejan porque consideran que no tienen una representación equivalente a la de los ambientalistas en la Comisión de Bosques y reclaman su disolución.
Por otro, la presidenta de dicha comisión, Alicia Barchuk, pide el reconocimiento formal de la Secretaría de Ambiente de la Provincia y el funcionario a cargo de la repartición, Raúl Costa, sostiene que la Nación es la que debe financiar este proceso.
De este modo, los bosques nativos cordobeses peligran, de la misma manera que Tartagal y, en definitiva, que la salud del planeta, por un conflicto de intereses.
En la ardua y delicada tarea de poner límites a la ambición humana, el camino adecuado no puede ser otro que la transparencia en los procedimientos para la búsqueda de consensos que permitan establecer acuerdos firmes, duraderos y exigibles. El equilibrio es indispensable para dejar a salvo la actividad productiva, cuyos agentes deben aceptar y cumplir las regulaciones que se acuerden, para disminuir su innegable impacto ambiental.

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