12 mar 2017

Pedrito (o el dibujo incompleto)

La Voz del Interior (12/03/2017)
Pedrito (o el dibujo incompleto)

Por Enrique Orschanski -  Médico

Bosques nativos. Córdoba perdió gran parte de sus árboles.
Pedrito llegó al mundo en un rincón del monte cordobés, donde el norte se adivina por los rasgos y el calor.
Más que una casa, la suya era un hogar entibiado por una madre aguantadora y un padre ladrillero que, durante los veranos, encontraban el fresco bajo unos algarrobos.
Pedrito se crió a teta durante muchos meses, siempre en el lugar que la madre había elegido como nido de crianza: un bosquecito de chañares a metros de la casa.
Y sus hermanos corrían descalzos por aquí y por allá, esquivando espinas de talas; los cachetes marcados de mocos y la sonrisa para siempre.
Pedrito aprendió a caminar en ese mismo piso polvoriento, persiguiendo perros que, día tras día y cuando bajaba el sol, lo acompañaban hasta la horqueta de quebracho –junto a la tranquera– para esperar el regreso del padre.
Cuando la edad lo indicó, Pedrito (porque Pedro se llamaba el padre) se sumó a los hermanos para ir a la escuela; una hora a caballo y montando de a tres.
En ese mágico lugar y con esa única maestra, Pedrito aprendió a escribir y a leer, y también a dibujar. En un cuaderno, dejó grabados los monigotes a los que él llamaba papá, mamá, hermanos y abuela. Y el piso dibujado abajo, firme, y el cielo arriba, soleado, y a un costado, un árbol.
Pedrito creció sin opciones, y fue ladrillero. Endureció sus manos amasando y desmoldando, transpirando cuando el sol abrasaba.
Disfrutaba compartir con su padre; pero más aún, que nunca lo corrigiera. “Siga así”, decía el padre, “siga así”, repetía en algún momento de descanso, cuando buscaban reparo en las jarillas para liquidar un mate con galletas.
Pedrito (que siguió Pedrito, aunque el padre ya no estaba) conoció a una vecina que se animó a devolverle la mirada.
En un agosto lluvioso, se dieron el primer beso, escondidos tras los molles que protegían el gallinero. No quisieron correr riesgos y hablaron con el padre.
“¿Y con qué piensa vivir?”, preguntó el futuro suegro sin mirarlo. “Trabajando”, respondió él. Recibieron su bendición, y al mismo tiempo la advertencia de no salir sin compañía de una hermana.
Se casaron en la iglesia del pueblo, bajo una tormenta del infierno, cuando parecía que el viento iba a desprender los arbustos de la entrada.
Y como el jornal no mejoraba, decidieron vivir con los suegros, que tenían trabajo y una pieza de más.
Pedro (siempre Pedrito) envejeció amasando barro y paja, mientras bajo sus pies la tierra iba cambiando.
A medida que la mujer paría los hijos uno a uno, las topadoras despanzurraban el suelo hasta dejarlo yermo. No quedó un algarrobo para buscar el fresco, ni un chañar para que los niños jugaran. Ni espinas para lastimarse, ni la horqueta donde extrañar la vuelta del padre.
Finalmente, la compañía le pidió, por su bien, dejar la casa. A cambio, le dieron un lote en el pueblo, a pocas cuadras de la escuela.
Así podría construir a su gusto, el campo sería sembrado y todos estarían mejor.
Asomado a la pequeña ventana por donde mira al vecino, Pedrito todavía espera ver algún beneficio. Desde hace tiempo tiene los ojos llorosos y no sabe por qué. “Es el veneno que tiran los aviones de noche”, le repite un amigo. ¿Será también por eso la tos de los chicos, que no los deja dormir?, se pregunta.
Y el tiempo no se detiene. Tampoco las máquinas, el sol, los sembrados ni ese viento del demonio que cubre de polvo a todo y a todos.
El nieto de Pedro ya empezó a dibujar. Sus monigotes le recuerdan vagamente a otros: la figura del padre, de la madre, de los abuelos; también hay cielo y suelo. Pero no árboles.

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