26 jul 2015

Desmontes como política estatal en Córdoba

La Voz del Interior (26/07/2015)
Sin el peso de la ley

Pese a que existe una ley que lo regula, el desmonte del bosque nativo sigue aumentando en la provincia de Córdoba, lo que revela ausencia de control eficaz y falta de respeto a las normas.
El desmonte del bosque nativo cordobés no se detiene. Existe una ley que lo protege, pero en la práctica resulta inútil. Y también existe una Policía Ambiental que no puede impedirlo; sólo puede relevar el tamaño del desastre y la velocidad de su avance.
Según el más reciente informe de este organismo, en los primeros cuatro meses de 2015 nuestro bosque nativo perdió unas cuatro mil hectáreas más. Eso representa, en promedio, unas 33 hectáreas o manzanas por día. A ese ritmo, a lo largo de todo este año se perderían unas 12 mil hectáreas de bosque.
Si esa estimación se cumple, representará una preocupante aceleración del proceso que la ley provincial de 2010 buscó revertir: en los últimos tres años, se habrían desmontado unas 22.500 hectáreas, lo que arroja un promedio de alrededor de 7.500 por año.
Es una cantidad importante, pero bastante menor a la que podría sucumbir durante 2015, si continúa la tendencia.
Como es lógico, cuando el bosque desaparece, el funcionamiento de todo el ecosistema se altera y se generan graves perturbaciones. A las consecuencias del desequilibrio la padecen los animales, el resto de la vegetación, el propio suelo y los asentamientos humanos.
Hay que decirlo: todo esto ocurre porque unos pocos privilegian su propio e inmediato beneficio sin medir el efecto global y a mediano y largo plazo que tendrá su caprichoso accionar.
Una vez más, entonces, la realidad nos demuestra que no podemos hacer funcionar el sistema en el que decimos desear vivir.
Una ley que no se cumple es peor que una ley que no existe. Mientras esta última aún no ha tipificado un delito, aquella lo ha hecho, pero sólo en teoría, ya que en la práctica no hay un agente social suficientemente poderoso para diferenciar la legalidad o ilegalidad de nuestras conductas y distinguir lo que está bien de lo que está mal para concientizar a la sociedad.
Si la norma no opera como un límite, más allá del cual sólo hay transgresión y el consiguiente castigo para quien es culpable, se impone la fantasía de que todo es posible.
Y cuando se vive bajo esta percepción, ocurre la anomia. Al conjunto social no lo gobierna el sector que admite el peso de la ley y por ello trata de cumplirla, sino aquellos que no están dispuestos a regular sus comportamientos según las leyes que nos rigen para resguardar el bien común.
De ello se deriva, en última instancia, que en ese ambiente social no es posible que crezca y se desarrolle el concepto de comunidad.
Si quienes decimos respetar la ley no nos involucramos en una acción colectiva que presione a favor de un cambio cultural profundo, nuestra supervivencia, literalmente, estará cada vez más comprometida.

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