19 jun 2011

Gallos en la arena

La Voz del Interior (19/06/2011)
Gallos en la arena



Resquicios legales y falta de controles permiten que esta costumbre persista en algunas zonas del país. Este reportaje refleja una realidad, para muchos, invisible.
Hay que dejar Córdoba para llegar a algún reñidero autorizado. Recorrer unos 500 kilómetros por rutas infinitas, de esas que ponen en alerta a los conductores porque matan de aburrimiento, para llegar a Santiago del Estero. Paisaje yermo envuelto en amarillos por el sol de la siesta y las banquinas cubiertas de paja brava. Cactus, cruces solitarias, santuarios del gauchito Gil.
Pibes que ofrecen tortugas y lampalaguas sosteniéndolas sobre sus cabezas en toda su extensión, con los brazos en alto, bien abiertos. Humano y animal, a ninguno de los dos se los ve cómodos.
Como ráfagas, rosarios de mantas multicolores colgadas de alambres cambian los matices. Se nota la cercanía del invierno en el corazón de la pampa seca.
José Pietri es un viejo gallero que, en horas de charla, es capaz de desgranar con gran locuacidad su experiencia como devoto criador. Habla de famosos fanáticos de las riñas, como los escritores Jorge Luis Borges, Hemingway, Vargas Llosa... o del cine de Leonardo Favio y Sergio Mazza.
José es un esteta. Es que el gallo de pelea es bello; su vanidad hace que no se muestre durante el desplume. Cresta encarnada, plumas tornasoladas, pertenece a esa clase de animales que se eligen para retratar.
Mirada penetrante y atenta, da la impresión de que ni siquiera pestañea. Bravura, valentía, adjetivos que se repiten constantemente al momento de definirlos.
Pero algo sigue sin cerrar. La pregunta apunta a la lucha.
José comienza desde la cría. Son animales belicosos desde que rompen el cascarón. ¿Por qué esta pasión gallera? “Por su conducta estoica; nos fascina la voracidad con la que viven. Es fuego corporizado en plumas y carne”, responde.
Hay generaciones enteras que siguen con la crianza, hay otros que lo continúan en solitario y que su entorno ve como incomprensible.
Los ven nacer, crecer, los nutren, los resguardan de su innata condición pendenciera, los llenan de cuidados. Los besan, los soban, les murmuran vaya a saber qué al oído y después los tiran al ruedo.
El animal, sin dejar de temblar, se deja hacer. Tiembla sin temor, en un movimiento que llama a apurar la confrontación para cruzarse con su oponente. Si hubo suerte, lo hará varias veces más ese día.
Estos gallos que llegaron en los barcos coloniales son tradición por toda la ruta del Alto Perú.
Las sucesivas hiperinflaciones del país obligaron a la gente del interior más profundo a dejar su terruño en busca de supervivencia. “Hay quienes partieron con lo puesto”, cuenta José. La gran mayoría se instaló en el conurbano bonaerense. Es allí donde la riña se da con más asiduidad. Lo que buscan es algo que no les arrebate del todo sus tradiciones.
Pero la condena social es muy fuerte. Y es bien notorio, aun dentro de reñideros habilitados por el Concejo Deliberante de Termas de Río Hondo; tan habilitados como el inmenso tinglado que se construyó especialmente para uno de los encuentros galleros más importantes de Sudamérica.
La enorme foto de un par de candidatos sonrientes presupone que el montaje se aprovecha para otras cosas el resto del año.
Miles de almas pasan por allí durante los tres días que duran las riñas. Multitud variopinta que llega de sur y norte de la Argentina, y también desde países limítrofes.
Rojo como color preponderante. Hay un murmullo constante, alboroto de a ratos. Miradas y actitudes desafiantes y desconfiadas se suceden mientras dura la presencia de extraños. Es algo que hay que desterrar, continúa José, y la mejor manera es dándolo a conocer. Acá, si llega a morir algún animal durante el evento, los organizadores reciben altísimas multas y hasta la inhabilitación del lugar.
“Deberíamos sentarnos a conversar de una vez por todas con autoridades, gente de las protectoras y galleros, acordar reglas, conozcámonos y perdamos la desconfianza.”
Baja el sol, las sombras duplican el tamaño de las figuras. A sólo 200 metros vuelve a sonar el pueblo, el mismo trajinar, voces, risas superpuestas y el largo regreso donde se elige el silencio. Un silencio ralo, frío y polvo.

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